La invención del telescopio marcó un antes y un después en la evolución de la astronomía y la ciencia en general. Se cree que el primer telescopio fue creado por el fabricante de lentes Hans Lippershey en Holanda, durante los primeros años del siglo XVII. Según una de las historias asociadas al descubrimiento, los hijos de Lippershey jugaban con un par de lentes en su taller cuando notaron que, con cierta combinación de ellas, el tamaño de los objetos lejanos se ampliaba. Lippershey observó ese fenómeno y ofreció el invento en secreto a la corona de su país, dado su indiscutible valor estratégico.
En las demostraciones que siguieron se hallaba un amigo de Galileo Galilei, que a su regreso a Italia le comunicó con gran entusiasmo lo que había visto en ellas. Esto sucedió en noviembre de 1609, y Galileo, sin perder un momento y habiendo imaginado cómo se podría lograr el mismo efecto, comenzó a experimentar con las lentes de un amigo suyo, fabricante de anteojos. Así logró, en pocos días, reproducir el fenómeno de la amplificación de objetos lejanos, pensando de inmediato en su aplicación al estudio del firmamento.
Para montar las lentes de su primer instrumento, Galileo empleó un viejo tubo de órgano, y en la noche del 6 de enero de 1610 estrenó su telescopio al apuntarlo a la Luna, las estrellas y el planeta Júpiter, que podía verse al anochecer. Además de ser el primer hombre en ver los cráteres de la Luna, y cientos de estrellas de escasa magnitud jamás vistas antes, su descubrimiento más importante fue el de los satélites de Júpiter, cuya observación durante varios días ratificó la teoría heliocéntrica de Copérnico y le hizo escribir su famoso tratado “Sidereus Nuncius” que de inmediato circuló por toda Europa. Nacía así la astronomía moderna.
Galileo construyó varias docenas de telescopios similares, fabricados con una lente objetivo convexa, de unos tres centímetros de diámetro, y otra lente cóncava y más pequeña, llamada ocular por ser la más cercana al ojo del observador. Este tipo de telescopio, compuesto por lentes, es denominado un refractor.
Posteriormente, el alemán Johannes Kepler mejoró el instrumento de Galileo utilizando como ocular una lente convexa, lo que aumentaba considerablemente el campo del telescopio, aunque invertía la imagen aumentada. Debe aclararse que la mejora introducida por Kepler era relativa, ya que aunque proporcionaba un campo mayor, provocaba en la imagen resultante una mayor aberración esférica respecto al diseño de Galileo, que en cierta forma compensaba ese efecto.
El holandés Christiaan Huygens, a mediados del siglo XVII, trató de combatir la aberración esférica alargando la distancia focal de sus objetivos, con lo que lograba además un aumento de la imagen proporcionalmente mayor; gracias a ello pudo constatar que Saturno, el “planeta triple”, descrito anteriormente por Galileo, no era tal, sino que en realidad estaba circundado por un brillante anillo. En 1655, Huygens también descubrió a Titán, el primer satélite conocido de Saturno.
Años después el inglés Isaac Newton, que creía que la aberración esférica no podría corregirse nunca, ideó otro tipo de telescopio, el reflector, a base de espejos. El razonamiento de Newton era simple y brillante: si la luz no atravesaba ninguna lente, la aberración esférica dejaría de ser un problema. Su telescopio le valió el ingreso a la Academia de Ciencias de Inglaterra.
Simultáneamente con Newton, el francés Guillaume Cassegrain inventaba el telescopio reflector que lleva su nombre, y el escocés James Gregory ideaba otro sistema similar; por desgracia, este tipo de telescopios, conocidos actualmente como catadióptricos, requerían de espejos con superficies curvas que ningún óptico podía fabricar en esa época, y en ambos casos, recién pudieron ser construidos hacia fines del siglo XIX. La variante más popular en la actualidad es la Schmidt-Cassegrain, denominada así ya que en 1930 el astrónomo estonio Bernard Schmidt agregó al diseño del francés una lente con la que logró corregir la aberración propia de ese tipo de telescopios.
En la época de Cassegrain surgió en Inglaterra John Dollond, defensor de Newton en la controversia con Huygens sobre la aberración esférica. Para demostrar que Newton tenía razón, Dollond construyó telescopios con toda clase de lentes. Para su gran sorpresa, descubrió que combinando ciertos tipos de vidrio y de curvaturas, la aberración esférica sí podía corregirse. Así surgieron en el siglo XVIII los objetivos acromáticos y con ellos, el telescopio de Newton dejó de usarse, ya que los telescopios volvieron a ser en su mayoría refractores.
La siguiente gran mejora la logró el francés León Foucault, quien fabricó sus espejos con vidrio en lugar de metal de campana como Newton, e inventó un procedimiento químico para platearlos. De ese modo, los telescopios reflectores se volvieron prácticos y se inició una competencia contra los refractores, construyéndose instrumentos cada vez más grandes de los dos tipos. El refractor más grande terminó siendo el de Yerkes, construído a fines del siglo XIX en Estados Unidos, con poco más de un metro de diámetro.
Ya en el siglo XX, y ante la imposibilidad física de construir telescopios refractores más grandes por el elevado peso de sus lentes, los reflectores terminaron ganando la batalla. Entre los más importantes podemos citar el observatorio de Monte Wilson de 2,5 metros de diámetro, con el que Edwin Hubble descubrió la expansión del universo, y más tarde el de Monte Palomar, de 5 metros de diámetro, que fue el mayor del mundo hasta 1970.
En los últimos veinte años se han construido telescopios de hasta 8,4 metros de diámetro con espejos monolíticos, y de hasta 10 metros de diámetro con espejos segmentados, como los dos telescopios Keck instalados en Mauna Kea, Hawaii. En estos telescopios, los espejos primarios están soportados por actuadores controlados por computadoras, con lo cual puede ajustarse la curvatura de los mismos para un máximo poder de resolución (sistemas activos) y también para contrarrestar las aberraciones producidas por la turbulencia de las capas atmosféricas (sistemas adaptativos). Gracias a ello y mediante el uso de detectores electrónicos CCD (Charge Coupled Devices, dispositivos de carga acoplada) se logran, con la ayuda de computadoras para procesar las imágenes, resultados inimaginables hasta hace apenas unas décadas.
A pesar del uso de sistemas de óptica activa y adaptativa, y de la división en segmentos de los espejos primarios, la única forma de seguir aumentando el poder de resolución de los telescopios sin aumentar todavía más su diámetro es utilizar técnicas de interferometría óptica. Esto consiste en captar la luz de dos telescopios alejados entre sí, y combinarla en una pantalla común para que produzcan un patrón de interferencia. Mediante la modificación de la distancia recorrida por los haces de luz y midiendo la visibilidad del patrón de interferencia resulta posible medir, entre otras cosas, el diámetro angular de estrellas lejanas.
Por ejemplo, los cuatro reflectores de 8,2 metros que componen el observatorio europeo VLT, instalado en Cerro Paranal, Chile, pueden combinarse con otros cuatro telescopios auxiliares de 1,8 metros para formar un telescopio/interferómetro con un diámetro virtual de 100 metros. La combinación de los haces de luz procedentes de los distintos telescopios genera un patrón de interferencia que poco tiene que ver con una imagen de alta de resolución, pero a partir de diversas mediciones realizadas sobre ese patrón de interferencia es posible reconstruir una imagen de alta resolución del objeto observado usando algoritmos especializados para procesar los datos. Los astrónomos consiguen alcanzar así una resolución angular extremadamente elevada, en el orden de las milésimas de segundo de arco.
Desde hace ya varias décadas, los astrónomos cuentan también con telescopios capaces de realizar observaciones en otras regiones del espectro electromagnético además de la luz visible.
En agosto de 1931, el ingeniero estadounidense Karl Jansky detectó por primera vez las ondas de radio que emanan del centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. El rápido desarrollo tecnológico del radar durante la Segunda Guerra Mundial se tradujo en un gran avance de la radioastronomía durante los años de posguerra.
La atmósfera terrestre no interfiere con la propagación de las ondas de radio generadas por fuentes astronómicas, pero los radiotelescopios son instalados en regiones alejadas de los centros urbanos a fin de reducir al mínimo la interferencia electromagnética generada por las actividades humanas.
A diferencia de las ondas de radio, la observación de fuentes astronómicas de rayos gamma, rayos X, luz ultravioleta y gran parte del espectro infrarrojo es imposible desde la superficie terrestre, ya que la atmósfera de nuestro planeta actúa como un filtro que evita que la radiación se propague en esas longitudes de onda. Esto llevó al astrofísico estadounidense Lyman Spitzer a proponer en 1946 la idea de instalar un telescopio en el espacio exterior, una década antes del lanzamiento del primer satélite artificial por la Unión Soviética.
El telescopio espacial más famoso es sin duda el Hubble, que fue puesto en órbita terrestre en 1990, y posee un espejo primario de 2,4 metros de diámetro. Si bien no fue el primer telescopio espacial, es uno de los más grandes y versátiles lanzados hasta el momento, y el único diseñado para poder ser reparado en el espacio.
Cinco misiones de servicio fueron enviadas al Hubble por la NASA. En cada una de ellas, luego de interceptar al telescopio y capturarlo mediante el brazo robótico del transbordador espacial, los astronautas pasaron varios días efectuando reparaciones, reemplazando componentes o instalando nuevos instrumentos antes de volver a desplegar al Hubble en su órbita.
La NASA planea lanzar en el año 2018 el Telescopio Espacial James Webb (JWST), que promete superar ampliamente las capacidades del Hubble, ya que su espejo primario tendrá un diámetro de 6,5 metros, y sus instrumentos estarán optimizados para realizar observaciones en longitudes de onda infrarrojas con una resolución y sensibilidad sin precedentes. Una vez ubicado en su órbita de halo alrededor del punto L2, donde se equilibran la gravedad del Sol y de la Tierra, a 1,5 millones de nuestro planeta, se espera que el Webb sea capaz de observar la luz de las primeras estrellas nacidas en nuestro universo, la evolución de las primeras galaxias y los procesos de formación estelar y planetaria.
Es evidente que gracias a la evolución tecnológica de los telescopios modernos, la astronomía ha progresado a mayor velocidad en los últimos 40 años que en los 400 años transcurridos desde la aplicación por Galileo Galilei del telescopio a la observación del cielo nocturno. Sin embargo, la curiosidad inherente a la naturaleza humana hará que el desarrollo de telescopios cada vez más potentes y capaces no se detenga, y en un futuro probablemente no muy lejano resultará posible observar a los planetas orbitando en torno a estrellas lejanas con la misma resolución con la que Galileo observó a Júpiter a través de su telescopio en 1610.
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